Lo que te pido.

Que lo hagas sin miramientos, y sin pensar. Que simplemente me mires. Como se observa al pasado, con esa nostálgica añoranza y con una mezcla de ternura y reproche.

Que me escuches sin el fantasma de la traición acechando. Que bajes el escudo y la lanza. Que nadie va venir nadie a romperte.

Que todos aprendemos a usar el escudo cuando ya tenemos cicatrices en el cuerpo, nunca antes. Nadie antes.

Que nadie puede volver a romperte, porque romperse, solo pasa una vez. El resto es collage.

Que saques ese puto titubeo de tu voz. Y que me mires a los ojos cuando me hablas. Que no hubo ni habrá, alguien a quien mis sentidos deseen prestar plena atención.

Que me extrañes sin el peso del remordimiento y sin el sentido del error. Que los errores son ajenos a los sentimientos, tan o más ajenos que el mismísimo tiempo.

Que entiendas de la vida su parte más oscura, la prohibida. La que habla de que el amor no está echo de cadenas y contratos.

Que nunca más regales una lagrima de tristeza a nadie. A nadie más que a vos misma. Y que si tienes unos de esos días en los que sientes que te pasa un camión por encima. Cuando lo veas venir, levántate y frénalo con el pecho.

Que vuelvas a latir, a caminar en esa sintonía tan tuya. Que en la frecuencia del dolor podemos extraer cosas muy valiosas, pero también puede ser adictiva.

Que te inclines hacia nadie más que vos. Y que nunca más trates de amarrarte a nadie. Que al amor, jamás se lo aferra con las cuerdas más seguras y firmes, si no con las más volátiles y livianas, para volar más alto.

Y que si la altura te da miedo, te tires de cabeza. Y que seas un mar de cicatrices, y que cuando te mires no te veas la piel. Que la vida tenga ganas de mirarte, y de vivirte.

Que no tengas miedo. Que el futuro no es otra cosa que el presente en unas horas. Y que la tormenta más grande no viene de arriba si no de adentro.