Rey siervo.

Día gris en los alrededores del palacio. Es que todos lo saben, incluso la reina. El pueblo se ha cansado, su bondad resulta espantosa para los esclavos. ¿A quién se le ocurre liberar a los encadenados?

Soñó el rey de príncipe responder a las mayores injusticias humanas. Pues no todo hombre ha de tener la posibilidad de cambiar realidades. ¡Pero un rey sí! Se decía para sus adentros. El príncipe ya no quería ser príncipe, terminó odiando a su padre los últimos años de la vida de éste, dado que le quitaba poder. Le impedía obrar como él creía correcto. Su padre en cambio, pertenecía a la doctrina de la moralina de los vulgos. El bien y el mal, pecadores y santos. El príncipe habría deseado escupirle la cara en vida, si esto no perjudicaría su posterior mandato de sangre azul.

Pero la rebelión estaba lista. La reina formaba parte. El rey aun dormía. Afuera de su habitación lo esperaba la muerte, como una paciente que espera su turno, en calma. Sin prisa, sin chistidos quejosos. Sabiéndose segura, por vocación y experiencia, de que nadie la había sorteado jamás.

¿Pero por qué la reina formaba parte?

La reina estaba en el balcón del otro lado de la torre, esperando alguna señal. Tenía fósiles lágrimas en el rostro.

– ¿Por qué ha tomado esta decisión, mi reina? – pregunto el clérigo abatido.

– ¿Qué no es la misma religión la que este hombre intenta destruir con sus decisiones? – reprochó de mala manera la codiciada mujer.

El sacerdote bajo la cabeza, sabiéndose culpable intelectual.

Un pueblo creyente no soportaría jamás semejante libertad. Quien sabe lo que le espera a un esclavo más allá de sus cadenas. Que terribles males azotarían a una mujer si no hiciera caso a sus mayores deseos adoptados, de ser madre y esposa. A la reina le espantaba esta idea, su decisión no ha sido otra que la que su marido le ha dejado.

Pero el rey era un revolucionario de su tiempo, y aunque en los días de príncipe se percató de lo incomodo que podría resultar despertar a tantas personas juntas, lo había asumido como su único reto. Su mayor reto. En el odio a su padre se vio reflejado tantas veces que no soportaba la idea de parecerse. Y aunque se preguntó miles de veces si la decisión de liberar a los oprimidos era verdaderamente de él o era un castigo al actuar de su padre, trato de no perderse en ese tema. Porque a veces y solo a veces, los medios justifican el fin.

El clérigo se acercó hasta la puerta de la habitación del rey. La muerte lo estaba esperando con un hacha que exigía sangre, en nombre de todos los esclavos furiosos por su repentina e inconcebible libertad.

Tras recibir la señal, la muerte disfrazada de verdugo ingreso a la habitación cerrando delicadamente la puerta detrás de sí.

Con el cuerpo aun flotando en una tremenda desazón, el rey abrió los ojos espantados del miedo.

La contrariedad lo encontró solo en su habitación, tratando de asimilar la experiencia onírica más abrumadora que había cursado.

Y aunque las primeras horas de su despertar fueron recelosas e inseguras, sobre todo con su esposa y el clérigo. Termino haciendo lo que le pareció más sensato.

Reunió a todas las personas importantes para dictaminar una nueva ley en su reino. A partir de este momento, se deberá ejercer con severa autoridad, un dominio total sobre los esclavos que cada uno posea. Agregó también, que los esclavos serán considerados medios hombres, por lo que no tienen derechos a nada más que a servir a los hombres enteros y dignos. Y tras los aplausos efusivos del pueblo agrego a los gritos que iría más allá de las murallas en busca de más esclavos.

El beso de su mujer y el gesto de aprobación del sacerdote le apaciguaron el alma.

¡Cuantas posesiones no abandona quien quiere salvaguardar el sentimiento de «estar en posesión de la verdad»!

Friedrich Nietzsche.

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