El salto no fue muy bueno, apenas caí con la punta de los pies del otro lado de la línea, pero el talón, el talón rozo la zona de riesgo. Si no fuera por el charco el punto no hubiese sido valido. El charco me daba oxígeno y permisividad ante el juez que era yo mismo. Fue cuando me paré en la baldosa segura. Cuando giré sobre mí mismo para rever mi última y más reciente jugada. Fue en ese momento cuando sonó el silbato.
– ¡Perdiste!
Encontré el silbato y la portadora del mensaje en la vereda de enfrente.
Me quedé quieto, observándola. La niña, en cambio y con aires de autoridad, se despegó del escalón de frente de casa en el que se encontraba sentada. Miró para ambos lados de la desolada calle mientras se dirigía directo hacia mí.
– Perdiste– señaló la línea de la baldosa cercana al charco.
“Perdiste”
– ¿¡Que perdí!? – Le pregunté incrédulo.
– El juego – soltó ella. – El juego, lo perdiste, pisaste la línea.
– ¿A qué crees que estaba jugando?
Se rio con sorna y se volvió hacia donde estaba sentada hasta hace un instante riéndose de mí. Mirándome de manera altanera.
Perdiste, ¿cómo podía ser que supiese a que estaba jugando? Si jamás les conté a nadie de mi juego, ni siquiera a mis padres y amigos del colegio.
Me fui masticando bronca pero simulando no darle importancia y tratando de no mirar hacia atrás, mi mamá me había mandado a la panadería y se iba a preocupar si no regresaba pronto. Casi llegando a la esquina giré, ella seguía con una sonrisa burlona en la cara, mirándome. Debía de tener dos años más que yo más o menos, de seguro no había cumplido los once todavía. Procuré prestar más atención y no jugar delante de mucha gente, puesto que no me agradaba que me copien mi juego.
Siempre me he esforzado por descubrir cosas y ser mejor que el resto de los de mi clase. Jamás podré olvidar el día que Alejandro Godoy, ese viernes de noviembre, ultimo día de clases. Se rodeó de mis compañeros de curso e hizo lo que yo venía perfeccionando desde hacía semanas, en secreto, dispuesto a exhibirme frente a todos y frente Sofía Esquivel la nena más linda del mundo. El último día de nuestro primer año de primaria, Alejandro Godoy, frente a mis mejores amigos, frente a Sofi, frente a todos. Se me adelanto de recreo el muy sorete. Hizo desmayar de risa a todos, incluso a Sofi. Todos y absolutamente todos, también a la seño Laura que justo pasaba por ahí, se despanzaron de risa cuando Alejandro se tiró un pedo con la axila. Y yo quedé ahí, todo roto por dentro.
Fue la primera vez que pensé que me podían estar leyendo los pensamientos, le pregunté a mi papá al respecto y me dijo que todavía no se había inventado esa máquina. Que si se inventaba, él la usaría para leer los pensamientos de mi madre. Pero mi padre nunca siguió de cerca la tecnología por lo que no me convenció. Me pasé todo el verano en mi pieza tirándome pedos con la axila haciendo reír a nadie. Mientras Alejandro se llenó de mejores amigos.
La segunda vez fue con el cubo Rubik, la mejor amiga de Sofia, Selva. Me ganó de mano y llevó al colegio el nuevo juguete de moda con dos caras armadas ¡Con dos! Imposible que lo haya hecho sola. Cuando la vi sola en un descuido la hostigué para que confiese quien la había ayudado a armar la segunda cara, cuando yo llevaba dos semanas en la que me seguían faltando dos para completar otra cara. Ella me empujó y me sacó la lengua.
Pasaba horas encerrado en mi cuarto experimentando, buscando la innovación para que me vean como un niño genial. Un día acompañando a mi padre al kiosco de diarios. Les presté atención a las baldosas por primera vez. Había un mapa enorme frente a mis ojos, con miles de niveles y posibilidades. Me pase horas planeando las reglas definitivas, era un manual de 8 páginas manuscritas. Había hecho 3 copias, una quedaba en mis manos el fundador del juego. El descubridor de una plataforma sin igual, al alcance de todos, económica, cambiante y dinámica. La segunda copia era para Sofi y la tercera para el resto del curso.
Y ahora, el terror me había vuelto a invadir de camino a la panadería. Una niña un poco mayor que yo, aparentemente conocía mi juego. El corazón me latía mucho. Que chances había de que esta chica no les contara a nadie del juego. O peor aún, que chances había de qué, en caso de que alguien le hubiese contado el juego, ella hubiese sido la única receptora del mensaje y no todo un curso.
Ya estaba frente a la panadería, oculto de la maldita niña que conocía mi juego. Estaba mareado, me apoye en la pared. En mi cabeza iban y venían imágenes en la que yo le entregaba la copia con las instrucciones a Sofi y ella me decía que ya tenia una. Otras en las que yo llegaba al colegio con las copias en las manos y cientos de niños, padres y maestras estaban saltando baldosas esquivando líneas. ¿Qué debía hacer? No podía pensar, volví sobre mis pasos y divise a la niña a media cuadra de distancia, estaba jugando mi juego. Muy despacio y tapándome por árboles, autos y cualquier otro objeto que encontrase, me fui acercando hasta ella.
– ¡Perdiste! – le grité efusivamente asustándola aunque no sacó el pie de la baldosa que tenía caca de paloma. Mi cara de victoria era demasiado grande.
– No perdí, no pise la línea.
Le señale la caca de paloma y la miré con soberbia. Y le deletree “P E R D I S T E”
Sabía que me exponía, pero lo que realmente quería comprobar, es si conocía el juego, mi juego, en profundidad y con todas sus normas. Pero su respuesta me sacó de mis cabales.
– Eres muy tonto niño, las baldosas con caca de paloma no se pueden pisar, excepto que haya un animal/insecto en ella.
Me quedé con cara de estúpido, esa regla siempre estuvo en discusión para mí, nunca me quedo muy claro que haya que incluirlo. Las deje en notas para el próximo reglamento. Pero examinando la baldosa recupere la posición.
– Discúlpame –, dije altaneramente. – Pero no veo a ningún animal o insecto ahí, ¡Oh ya se! Seguro me dices que era una mosca que salió volando – Reí con ganas.
A ella también le causo gracia.
Muy lentamente levando el pie de la baldosa para dejar ver a un moribundo ciempiés. Me había derrotado. Me dejé caer en el cordón de la calle y suspiré tristemente. Ella me acompaño a mi derecha.
– ¿Qué te sucede?
– ¿Sabes cuánto vengo trabajando en esto? – murmuré mirando la nada del otro lado de la calle. – Horas escribiendo, pensando que había creado un juego y resulta que tú lo conoces, lo que añade la posibilidad de que tu curso lo sepa también, calculamos un 0.7 de hermanos o hermanas menores que cada uno de tu curso pueda tener y enseñárselo, sumado a primos o amigos vecinos. – Baje mi cabeza resignado, – no hay chances de que esto sea innovador.
– Eres todo un cerebrito – comentó sonriendo. – Pero un verdadero idiota si piensas que inventaste esto – remató.
– Nadie me lo mostró a mí, como iba a saber que todos lo conocían. – reproché indignado.
Ella meneó la cabeza hacia ambos lados y explicó.
– Hay cosas que nadie enseña, simplemente están ahí, tonto. – La miré esperando que diga algo revelador. – Por ejemplo mira, si yo te pidiese que pienses en un extraterrestre, ¿lo piensas verde no? – Abrí los ojos grandes, ella con mi atención captada disfrutaba mucho, tenía pecas en la cara, el cabello atado bien tirante y el flequillo le caía sobre los ojos, prosiguió – SI te pido que dibujes una estrella ¿la haces de cinco puntas y amarilla, no?
Estaba pasmado, ella no podía dejar de hablar.
– Ahora bien, ¿has estado en alguna estrella alguna vez o viste un extraterrestre? Claramente no, tal vez tu mente lo asoció a cosas que en algún momento vio hace años e inconscientemente reconoce estos objetos bajo estas formas.
– ¿Quién es el cerebrito?
Ella se puso muy colorada y se alejó de mí, mientras hablaba se había ido acercando mucho.
– ¿No veo relación entre las estrellas de cinco puntas y mi juego de baldosas?
– Seguro has visto a alguien jugar inconscientemente o solo saltando y ahora te apropiaste de su idea. – explicó.
– Jamás podré llamar la atención de Sofi – confesé sin pensar.
Ella me miró e hizo un leve gesto, como entendiendo toda la situación y mi preocupación.
– Sabes – dijo acercándose de nuevo y mirándome a los ojos, tenía ojos comunes, no como los verdes de Sofia. Pero aun así eran muy penetrantes y grandes. – sabes, lo que realmente tienes que hacer si quieres la atención de Sofi es esto.
Tomó mi mano y se la llevó a su entrepierna.
Jamás imagine que la oficina de la directora era tan pequeña, menos aún, que la primera vez que la iba a visitar seria con mis padres. La directora se abanicaba con unos papeles, estaba sufriendo la incomodidad que se generaba a su alrededor. Mi madre estaba al borde del desmayo, mi padre no quería ni mirar. Los padres de Sofi enojadísimos le pedían a la directora que me aplique la pena máxima. Sofi, en cambio, me miraba. Me miraba raro, como si yo le hubiese enseñado un juego nuevo, un juego que la había asustado y emocionado, se podría decir que logre mi objetivo. Yo, en cambio, deseaba que todo esto pasase rápido, estaba muy preocupado por que mañana era domingo, y los domingos el que va a la panadería a hacer los mandados soy yo. En una de esas vuelvo a ver a la chica de los ojos comunes, estuve pensando toda la semana en pedirle un manual del juego que me había enseñado. Que linda y cautivante es la chica de los ojos comunes. Creo que me gusta más que Sofi.
¡Que delicia de relato! jaja, ¡y ese final!, tenía mucho sin pasarme por tu blog Fabian, pero utilizo la cuarentena para enmendar el problema y visitar todos aquellos blogs que me gustaron en el pasado. Espero que vuelva a encontrarse a la niña de los ojos comunes
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