Soldaditos

Ni te imaginas las veces que he pensado y re pensado cómo sería sí. Nada me partía más la cabeza te lo juro. Pero encontré más sano dejar de hacerlo. Me refugie en las costumbres del pueblo. En ese respeto infundado por quienes iban al infierno para que otros estén bien. Estén bien.
Descubrí la verdadera espera. La insufrible espera. Ir a tu casa, sentarme a tomar mates con tu mamá. Sin hablar. Con la mirada perdida en el pequeño santuario que ahora era la el mueble del comedor, ese que albergaba el bazar que solo usaban en las cenas importantes.
Tu mamá no paraba de agregar fotos. Todas las tardes que yo llegaba, siempre entraba cuando tu mamá se estaba sentando en la silla más cercana al santuario. Y lo hacía mirándolo como quien acaba de retocar algo. Y efectivamente allí estaba, una nueva foto que seguramente encontró revolviendo tristemente tus cosas. Todas las fotos tenían una particularidad. Una huella de lágrima de pulgar de mano derecha, con el cual tú vieja acomodaba las fotos entre llantos. Obvio, sí, teníamos la nuestra. La había sacado mi papá. Estábamos jugando en la calle a la pelota, teníamos 11 años, no creo que más. Estábamos abrazados ligeramente inclinados hacia adelante, yo con la rayada pelota pulpo entre mi brazo derecho y con el izquierdo casi ahorcándote. Vos tenías la mano izquierda encima de mi cabeza haciéndome «cuernito». Teniamos la típica sonrisa de niños que no tienen al alcance el descifre de su porvenir. Yo te abrazaba como se abraza a un hermano. El hecho de ser vecinos, de que nuestros viejos sean amigos, de compartir calle, escuela y amigos, nos allanó el camino. Tarde o temprano nos íbamos a sentir incómodos. Tarde o temprano nos íbamos a empezar a mirar cómo se miran hombre y mujer que no se imaginan separados.
Esa foto estaba entre las 29 que tú mamá había colocado entre vírgenes, Rosarios, estampitas y velas. Casi todas sacadas con la Polaroid Super Shooter que tanto cuidaba mi viejo.
Te digo la verdad, me cuesta seguir viniendo. Recordar, me cuesta mucho. Si vieras todo lo que tengo por delante. Si me vieras sonreír. Aveces sonrió. Mucho en realidad, sobre todo desde hace diez años cuando por fin y después de tantos intentos quede embarazada. Desde ahí sonrió a diario te diría. Pero cada tanto te me apareces. Sobre todo en esta fecha sí. Sobre todo en estos tiempos. Y me invade la desazón. Y no entiendo nada, y me preguntó por qué, y vuelvo a pensar en el maldito que hubiese pasado sí. Te juro que me cuesta, me cuesta compensar el dolor. A veces siento que todo lo feliz que soy solo es para compensar el sufrimiento. Si la vieras como disfruta tu mamá cuando le llevo a la Sofi. La mira con ojos de abuela, y yo le dije que lo es. Sofía le dice abue, y ella se derrite la tendrías que ver. Sí, te prometí que no la iba a abandonar y eso hago.
Germán es la clase de hombre del cual hubieses sido muy amigo. Es muy cercano y me hace sentir especial. Aunque no me siento confidente. Creo que eso es para un grupo minúsculo y selectivo en la vida. Y por eso también sigo viniendo, es una forma de confesarme. Vos siempre te reías de todo. Nunca te tomaste nada en serio, pero siempre fuiste un confidente ideal. Ahora que pienso, tampoco te tomaste en serio la partida. Bromeaste y me besaste. Y abrazaste a tu vieja, pero liviano, fue un abrazo de voy al kiosko y vuelvo. El beso que me diste fue igual. Ambas nos quedamos a medio despedir, pero vos te ibas sonriendo. Generando un clima de tranquilidad horrible. Necesitábamos el drama. Se nos iba el hombre de nuestras vidas, y no sabíamos si lo volveríamos a ver. Pero decidiste desdramatizar, sonreír y girar con un ligero movimiento de hombros meneándose.
Ambas volvimos adentro con la lágrima a medio salir. Nos costaba respirar. Nos pesaba la panza. El pecho se nos iba para atrás. Y teníamos los poros de la piel tan abiertos que se nos podía meter una de esas cucarachas de cocina chiquitas que siempre pululaban por la mesada de tu casa y que tú vieja nunca pudo terminar de eliminar.
Y yo no le conté que te escuché llorar la noche anterior. No sé lo conté. Quería esperar para ver cómo te despedias. Si te ibas a quebrar o si ibas a ser fuerte. Pero fuiste cómico, como toda la vida. Y yo podía deschabar al niño frágil que eras si te mostrabas fuerte. Pero no podía sacarle la máscara al comediante. No. Hay magias que no se pueden matar. Tu miedo era tan real, espere unos quince minutos detrás de la puerta donde te oi llorar en la oscuridad. Y cuando entré en puntitas de pie, frenaste de inmediato. Yo entré con muchas ganas de abrazarte, entré con lágrimas mudas. Pero tú repentino cambio de clima me hizo darme vuelta, darte la espalda. Suponía que eso deseabas, que no te haga preguntas. Que no te haga más difícil este martirio. Me acosté entonces sin mirarte, y me lo agradeciste abrazando por la espalda y acercándote a mí todo lo que podías.
Me siento culpable de esperar la mala noticia. Me siento culpable de no haberte pedido que nos escapemos. Me siento culpable de vivir sin vos. Me siento culpable de vivir en esa época de mierda. Y de que la dama de hierro se haya ensañado con este país. Me siento culpable de haber seguido con mi vida y de sonreír. Me siento culpable de pertenecer a una raza de animales que mandan a jugar con pólvora a personas felices, a niños ilusionados con la juventud, a jóvenes ilusionados por el porvenir de una vida llena de dicha.
Decidi quedarme con tu sonrisa, y con tu comedia. Decidí llevarte conmigo de la forma en que se pueda. En que este mundo terrenal lo permita. Un tatuaje en la piel, un recuerdo en cada esquina, en cada dos de abril, en cada foto. No sé puede más que eso.
Tu mamá ya dejó de venir, le cuesta mucho y le hace mal. El mueble de bazar ya no tiene ni un vaso plástico. Es todo tuyo. Jamas se animó a tocarlo.
Hoy cuando fui a desayunar con ella, vi más de doscientas fotos dispersas pero una me aniquiló. Te juro venía muy bien. A pesar de todo, el tiempo aplaca, poco, pero aplaca. Venía muy bien hasta que vi esa foto, que estoy segura que tu mamá no vio bien, por qué no hay forma de que la ponga ahí a propósito. O tal vez si, que sé yo. Tal vez le pareció un común juego de niños. Pero a mí me destruyó. Y me brotó la culpa. Y el odio irracional a la especie.
En la foto éramos niños, y estábamos jugando a los soldaditos, habíamos inventado un juego en el que nos sentábamos a unos dos o tres metros del otro. Cada uno se sentaba con los pies cruzados y delante suyo paraba cinco soldaditos que mi papá nos había echo en el trabajo con pedazos de resortes, tuercas y demás restos hierro. Con una pelota de tenis jugábamos a tumbar los soldados del rival y así ganar la guerra.
En la foto vos estabas celebrando con un solo soldado en pie, yo permanecía con cara de culo mirándote de reojo mientras vos le festejabas a la Polaroid donde mi papá te iba a inmortalizar para siempre. Jugando al juego que te iba a alejar de este mundo para siempre.
Hasta el día de hoy son comunes los juguetes de guerra. Los venden a plena luz del día. Se encuentran al lado de las herramientas de plástico y de las pelotas de goma.
No tengo casi dudas de que Fortunato, Galtieri, Isabel II, la dama de hierro, vos y yo. Jugamos el mismo juego de chicos. Así como tantos otros niños. Todos jugamos soldaditos alguna vez. Pero no todos tenemos el poder y el poco cerebro de querer jugar con soldaditos de verdad. Jugamos a ser mecánicos y lo somos, jugamos a la pelota y somos profesionales, jugamos a ser madres, maestras, médicas, astronautas, aviadores… Jugamos a ser todo en lo que nos podemos convertir e incluso soñamos con cosas que no existen. Y lo hacemos de forma colectiva. Si yo les pido que dibujen un marciano, un zombie o una sirena, todos vamos a hacer un dibujo similar. Por qué hemos adquirido un complejo colectivo. Te imaginas dos generaciones o tres, donde nadie vea un arma, ni de niño, ni en los vídeo juegos, en ningún maldito lugar. ¿Te imaginas una Guerra ahora?

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